Bitácora del aislamiento


Exploro mi casa. Exploro mi propia imaginación. Busco con ojos nuevos algo que se me haya pasado por alto. Esa huella de animal salvaje que haya pasado desapercibida. Algo que haya escapado de la sartén en la cocina o del placar del dormitorio. Una sensación esperanzadora. El heroísmo que creía que tenía que tener para sobrevivir a una guerra. Soy una privilegiada en una casa grande, con patio y biblioteca y mujeres que amo y admiro. Pero de nada me sirven ahora algunas habilidades aprendidas en mi temprana adolescencia como el código Q o el código morse o disparar un arma o encender fuego con dos piedritas. O recitar el abecedario al revés.
No puedo escribirle ni un mail al hombre de los ojos tristes porque su guerra es diferente a la mía y mis palabras no son suficientes para servir de caricia o apoyo cuando él tiene que batallar en el campo de guerra que es la calle. A diario. Dejar a su pequeño hijo en casa y salir a luchar por él. Por mí. Por todos. Él. El valiente caballero sin armadura que libra nuestras batallas mientras yo solo recorro esta casa vacía buscando algo que me ayude a encontrar esperanzas o abstraerme del enemigo silencioso e invisible que acecha. Él. El héroe que hace que quiera permanecer en casa que es mi modo de ayudar. Él. El héroe contemporáneo sin armadura. Solo barbijo y guantes. Y los ojos más tristes del mundo.

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