Fotos
Miro las fotos de un escritor que
conocí hace poco y, en casi todas, sale muy bien. Tiene algunas que son de
autor, casi una obra de arte. Es muy guapo y tiene una mirada que hace que las
tripas te den un triple salto mortal. Para colmo, escribe bien y habla bonito,
con un acento particular. Pero lo que me impresiona son sus fotos y me carcome
la envidia. Yo tengo un par de fotos buenas pero no son extraordinarias. Hice
algunas sesiones en estudio y fueron un fracaso estrepitoso. No sé posar. No sé
qué hacer con este cuerpo enorme y torpe en el que habito. Ocupo toda la
pantalla. Me quiero ocultar y salen mis dientes desproporcionadamente grandes.
Mis ojos se ponen rojos o blancos ante el flash de la cámara y son un desastre.
Hace pocos días, mi hermana me sacó una foto en la parada de ómnibus con este
paisaje jujeño que es imponente. Salió muy bien, pero se me nota la camiseta
debajo del suéter y un fragmento de la campera que descansa en mi regazo.
Un fotógrafo me pidió que le
pague en especias sus servicios. Desde ese momento, cargo una bolsita con
canela, cardamomo y clavo de olor en la cartera. Nunca me dio las fotos. En la
sesión, me había invitado a mostrar más piel. Un amigo me sugirió que, en
cualquier presentación pública, lleve un escote, porque no van a escuchar sino
a mirar. Tengo un buen escote pero tampoco es fotogénico y se entiende en su
conjunto (y en uso).
El caso es que sigo sin tener una
buena foto. Y él tiene las mejores. No nos sacamos una selfie ni tenemos una
juntos. Creo que es mi cábala para volver a verlo y el secreto para no
arruinarle las fotos.
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