Los peores cinco minutos

Avatares de una mujer sola que regresa a su casa de noche

ildiko nassr








Sale de su trabajo a las diez de la noche. Cruza el puente para llegar a la parada. Se sobresalta con cada persona que pasa a su lado. Generalmente, son hombres. Ella agregaría de dudosa procedencia. Se ha acostumbrado a juzgar a las personas de acuerdo con su apariencia. Cuando alguien se le acerca, se detiene, hace como que busca algo en el bolso y permite que el extraño camine delante suyo. Se incomoda cuando “la persiguen”. Entra en pánico cuando una persona camina detrás de ella. Espera el colectivo como si estuviera en trance, siempre con frío. Las noches siempre son más frescas en la ciudad. Usa guantes. Tiene una gran colección. Igualmente, permanece con las manos en los bolsillos, apretando la tarjeta SUBE.
Avanza y retrocede por la vereda rota, llena de árboles, cuyas raíces levantaron el asfalto convirtiendo la cuadra en un verdadero escenario de aventuras. Los alrededores, dos puentes que circundan un estacionamiento oscuro y solitario, parecen escenario de otro tipo de películas (que ella evita mirar, porque le provocan terribles pesadillas). 
Después de una larga espera, que siempre siente interminable, sube al colectivo. No mira a nadie. No saluda al chofer. Busca un asiento vacío y se sumerge en el libro de turno. Calcula el tiempo que lleva llegar hasta cerca de su casa.
Cinco minutos de caminata desde la parada de colectivo hasta la puerta de su casa. Los peores cinco minutos. Siente como si estuviera sola en una ruta extraña y desierta a merced de todos los peligros del mundo. 
Vive en una avenida poco iluminada que es el paso hacia los barrios más peligrosos de la ciudad. Los drogadictos van al barrio bajo a buscar drogas. Eso dicen, ella nunca lo supo con certeza. Alguna vez, luego de un accidente casero, un policía en patrullero la llevó hasta la salita de un barrio cercano, le indicó una casa y le dijo que ahí vivían ladrones. Ella se quedó mirando unas zapatillas atadas a los cables de la luz y el mismo policía le informó que allí vendían drogas y que esas zapatillas eran un anuncio. Ella pensó por qué no los detienen si saben dónde viven, pero no dijo nada. La sangre manaba por su herida y quería ser curada lo más pronto posible. El hombre la dejó en la puerta de la salita. Ella recibió primeros auxilios y tuvo que volver por esas casas donde sabía que algo raro ocurría. Pero eran las seis de la tarde y había muchos chicos jugando en la calle de tierra.
Baja del vehículo y cruza la avenida sobre la que la deja el transporte público. Va en ascuas. Corre con todas sus ganas. Un hombre le grita cosas imposibles de reproducir. Ella siempre piensa si los hombres que gritan semejantes barbaridades a una mujer creen que ellas se irán a la cama después de ese rosario de palabras ofensivas. Pero nunca dice nada al respecto. Siente la humillación en silencio. Luego, desde un auto con vidrios polarizados y luces psicodélicas en su piso, le gritan más barbaridades. Ella sabe que un grupo de hombres es más peligroso y sigue con paso firme hacia su casa. Un perro negro salta de donde no pudo verlo y le ladra con énfasis, como si quisiera atacarla. Pero la deja continuar como si nada. Saluda con una sonrisa a la cámara del edificio nuevo. Un joven se acerca corriendo y ella sólo atina a agarrar su cartera. Pero continúa su camino sin siquiera notarla.
Falta menos para llegar, pero nunca se sabe qué sorpresas le depara el destino. Si debe morir, que sea rápido y sin dolor.
Una pareja pasea con un perro mediano. El perro usa de baño la vereda. La pareja murmura algo y ríen. Ella se indigna por las veces en que no vio y pisó caca de perro.
Tres minutos y aún no llega a casa.
-Señora, ayúdeme-. Es la voz de un mendigo la que la sacude.
-Señora, una moneda, por piedad-. Ella hace como que no escucha. Piensa que el hombre lo único que quiere es su dinero para salir a tomar.
En la esquina, un grupo de jóvenes escucha reggaetón y baila entre cervezas y risas. Ella se cruza de vereda esquivándolos.
Por fin, sólo faltan tres casas para llegar a casa. Mira el portón negro y vislumbra una sombra extraña. Dos mujeres, sentadas en el umbral de su puerta, comen mandarinas y escupen las semillas.
Les pide que se levanten para poder ingresar a su casa. Una de ellas tiene un cuchillo. Siente que la atacará y querrá meterse a su casa.
Finalmente, no pasa nada y le dan lugar. Entra en casa. La sorprende el desorden. Siempre la sorprende el desorden. Tomará una sopa y se irá a la cama. No podrá dormir porque las sombras la asustarán.
Pero ya está segura, encerrada y con la alarma activada, en casa.


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